(CUENTO DE NAVIDAD)
Un grupo de amigos de una pequeña capital de provincia, casi todos arquitectos, se reunían a comer una vez al mes en un restaurante de moda. Todavía eran jóvenes, pero ya apuntaban a ese estatus de profesionales burgueses bien asentados en la sociedad y bastante prometedores e incluso incipientemente exitosos.
Eran, según los meses, entre seis y ocho. Había un arquitecto del ayuntamiento, otra de la diputación, una de medio ambiente y tres o cuatro liberales con estudio propio, alguno de ellos en la directiva del colegio de arquitectos. Siempre conocían a los miembros de una o dos mesas próximas, a quienes saludaban con afectación. Era una ciudad pequeña y ellos estaban muy bien relacionados con la crème.
Las comidas eran muy divertidas. Eran gente ingeniosa y tenían su punto ácido y crítico sobre todos los episodios que ocurrían en la ciudad. Pero también conservaban ese gusto y ese desparpajo sobre la arquitectura que les hacía creer que eran mejores arquitectos de lo que en realidad eran. Al menos se consideraban más que capaces de criticar con mucha gracia el proyecto que un famoso arquitecto portugués había hecho para remodelar el Paseo de los Olmos y el que una brillante española había perpetrado al lado de la Puerta de los Ángeles. Por lo que decían, parecía que cualquiera de ellos los habría hecho muchísimo mejor.



